Nuestra sociedad está invadida por la desconfianza
En el poema dramático de Goethe, cuando Mefistófeles aparece por vez primera y se presenta a Fausto, lo hace con estas palabras: “Soy el espíritu que lo niega todo”. En otras palabras, Mefistófeles se sitúa en la perversa tradición de la “negación perpetua”. Pero como lo dejara claro con sus palabras y acciones subsiguientes, su “negación” es algo más que un simple repudio o rechazo. Supone un poder activo que hace que las cosas se sequen, se marchiten, en medio de la risa cínica.
En último término, Mefistófeles encarna la “soberbia intelectual” que la tradición cristiana le ha atribuido con insistencia bajo uno de sus otros nombres: Lucifer. Pero para Goethe, la “soberbia intelectual” implica más de lo que las palabras parecerían sugerir a primera vista. Implica un abismo de nihilismo en el cual el individuo sólo cree en su propia inteligencia. Implica un insensible desapego de todo lo humano, de todo afecto y toda emoción, así como un retraimiento frío, un alejamiento tan estéril como el más árido desierto. De esta forma lleva acarreada consigo una risa burlona, arrogante, cínica, desdeñosa, una risa de desprecio que transmite una congelación espiritual a todo lo que roza su aliento.
Y lo que es peor, nada está a prueba de esta risa. El amor, el honor, la belleza, la sinceridad, la integridad, la dignidad, la nobleza, todo cuanto más amamos y cuanto más triunfo de lo específicamente humano supone, queda reducido por efecto de esa risa a la condición de simple broma.
Entienda el lector, cuando de forma cínica ponemos la distancia inhumana entre nosotros y el resto del mundo, cualquier cosa puede parecernos ridícula. Uno podría incluso minimizar algo tan atroz como Auschwitz, hasta dejarlo a nivel de una farsa. Es la bancarrota espiritual o lo que Hannah Arent denomina “la banalización del mal”.
Es precisamente con esa burla desdeñosa y despreciativa como algunos han querido referirse a las acciones que el Ministerio Público ha venido intentando en los últimos tiempos. Y que otros, desde la acera de enfrente, han querido añadir a la fila de estas acciones sus viejas querellas y desafectos. Algunos podrán responder “todo el mundo tiene derecho a tener su propia opinión”. Muy cierto, pero para tener una opinión válida, uno primero debe estar adecuadamente informado. Ha de poseer un conocimiento mínimo de aquello que presume criticar. Y si uno no está adecuadamente informado, la supuesta opinión que tenga no llega siquiera a ser una opinión. Es un simple prejuicio.
Nuestra sociedad está invadida por la desconfianza. “Aquellos que estén libres de pecado, que lancen la primera piedra”, pero resulta que empezamos a apedrearnos los unos a los otros. Estamos sentando en el banquillo de los acusados a una parte de la sociedad que lastimosamente se acostumbró al peculado. A la corrupción. Al tráfico de influencias. Una sociedad que pasó de un tirano que literalmente era dueño de todo, a su heredero, que se ufanaba porque la corrupción se detenía en la puerta de su despacho. Pero, por supuesto, esta lo sostenía en el poder.
Ya lo advirtió Frank Moya Pons cuando escribió “Empresarios en conflicto”. Una radiografía de un país que dice ser capitalista pero es mercantilista. Donde las principales batallas no se libraban en torno a cómo construir un sistema político –y económico– más representativo y eficaz, sino en cómo mantener el control de partidas, prerrogativas y privilegios. Lo que más tarde Joseph Stiglitz llamó “Crony capitalism” o el capitalismo de cómplices, que no se basa en la libre competencia sino en su obstaculización que inhibe el desarrollo, que opera con favores y colusiones. Sin irnos al otro extremo, tampoco debemos dejar de reconocer el crecimiento sostenido gracias a la energía creadora de nuestras fuerzas productivas. Motor de nuestra historia en los últimos 60 años.
Ahora lo imperativo es generar una mayoría constructiva que impulse los cambios y reformas institucionales que merece nuestra nación. No es contra los empresarios, sino con ellos que nuestra movilización debe ser constructiva, precisamente para consolidar la anhelada independencia del Ministerio Público. “The Rule of Law” (el imperio de la ley) no es personal, es institucional.