En la República Dominicana, el progreso parece medirse en kilómetros de asfalto, en puentes relucientes y en edificios que se alzan como promesas de modernidad. Sin embargo, bajo esta superficie de concreto y acero, hay un ruido ensordecedor que amenaza con ahogar lo que esas obras representan. No es solo el estruendo literal que resuena en las calles de Santo Domingo, Santiago o cualquier pueblo del interior —el caos del tránsito, el zumbido de los motoconchos, el bullicio constante que define la vida cotidiana—, sino un ruido metafórico mucho más profundo y peligroso. Es el murmullo de los escándalos que se desvanecen con el próximo titular, el desorden de una planificación urbana que privilegia la fachada sobre la utilidad, y la resignación ante una corrupción tan arraigada que ya no sorprende a nadie. En este contexto, las obras de infraestructura, que podrían ser un faro de esperanza, quedan atrapadas en una contradicción: admiradas por su brillo superficial, pero empañadas por lo que ocultan.
El ruido literal: un caos que define
Cualquiera que haya caminado por las calles dominicanas lo sabe: el ruido es omnipresente. Las bocinas que no descansan, el rugido de los motores, el reguetón a todo volumen y las conversaciones que se superponen crean una sinfonía desordenada que parece ser la banda sonora del país. Este caos auditivo no es solo una molestia; es un reflejo de algo más grande. El tránsito, por ejemplo, no es solo un problema de vehículos, sino de una falta de planificación que prioriza el corto plazo sobre soluciones sostenibles. Calles estrechas convertidas en avenidas improvisadas, semáforos que no funcionan y motoconchos que esquivan las reglas son síntomas de un desorden que se ha aceptado como inevitable. Mientras tanto, las obras de infraestructura —carreteras, pasos a desnivel, puentes— se inauguran con fanfarria, pero a menudo terminan siendo parches que no resuelven el problema de fondo.
El ruido metafórico: rumores y resignación
Más allá del bullicio físico, hay un ruido más insidioso: el que proviene de los rumores, las promesas vacías y los escándalos que se diluyen en el olvido. En la República Dominicana, los titulares sobre corrupción en proyectos de infraestructura —desde sobrevaluaciones hasta contratos otorgados por favores— son tan frecuentes que han perdido su capacidad de indignar. El caso Odebrecht es solo la punta del iceberg; cada nuevo puente o carretera trae consigo sospechas de irregularidades que rara vez se investigan a fondo. Este ruido metafórico ahoga el progreso porque normaliza lo inaceptable: el desvío de fondos públicos, el enriquecimiento ilícito y la impunidad de quienes deberían rendir cuentas. La población, atrapada entre el asombro por el «cemento fresco» y la frustración por lo que ese cemento esconde, termina resignándose a un ciclo que parece eterno.
La planificación que no planifica
El desorden urbanístico es otro componente clave de este ruido. En Santo Domingo, por ejemplo, los rascacielos conviven con barrios improvisados, y las nuevas avenidas terminan en embotellamientos porque la funcionalidad cede ante la apariencia. Las obras de infraestructura, aunque impresionantes a simple vista, a menudo responden más a la necesidad de proyectar una imagen de desarrollo que a un plan coherente para mejorar la vida de los ciudadanos. Un puente puede ser una maravilla de ingeniería, pero si no alivia el caos del tránsito o si su costo se infló para beneficiar a unos pocos, ¿qué progreso representa? Este enfoque superficial perpetúa un desorden que, lejos de ser una excepción, se ha convertido en la regla.
La paradoja del cemento fresco
Las obras de infraestructura deberían ser un símbolo de avance, un faro de esperanza que ilumine el camino hacia un futuro mejor. En la República Dominicana, sin embargo, se han convertido en una paradoja. Por un lado, generan admiración: una carretera nueva puede facilitar el comercio, un paso a desnivel puede reducir unos minutos de viaje. Pero por otro lado, esa misma carretera o ese mismo paso a desnivel suelen venir acompañados de preguntas incómodas: ¿quién se benefició realmente de su construcción? ¿Por qué se deteriora tan rápido? El cemento fresco brilla bajo el sol caribeño, pero lo que oculta —corrupción, improvisación, prioridades torcidas— deja a la población en un estado de ambivalencia. Es una mezcla de orgullo por lo construido y desencanto por lo que se sacrificó para lograrlo.
Silenciar el ruido: un desafío colectivo
El ruido, tanto literal como metafórico, no tiene por qué ser el destino de la República Dominicana. Las obras de infraestructura podrían transformarse en verdaderos motores de progreso si se construyeran sobre cimientos de transparencia, planificación y justicia. Silenciar este caos requiere un esfuerzo colectivo: ciudadanos que exijan rendición de cuentas, autoridades que prioricen el bien común sobre el beneficio personal y una visión que vaya más allá del próximo corte de cinta. El desorden y la corrupción no son inevitables; son el resultado de decisiones que pueden cambiarse.
En las calles de Santo Domingo, Santiago o cualquier rincón dominicano, el ruido seguirá siendo una presencia constante hasta que se aborde lo que lo alimenta. El progreso verdadero no se mide solo en kilómetros de asfalto o en la altura de un puente, sino en la capacidad de una sociedad para construir algo que dure, algo que no se fracture bajo el peso de la corrupción o la improvisación. Mientras el ruido ahogue el potencial de las obras de infraestructura, la República Dominicana permanecerá atrapada en esa dualidad entre la admiración y la frustración. Pero el silencio —el de la honestidad, el orden y la esperanza— está al alcance, si tan solo se decide escucharlo por encima del bullicio.
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