Depredación a muertos y accidentados: el rostro oculto del subdesarrollo

En muchas ciudades del mundo en desarrollo, las torres de vidrio reluciente se alzan hacia el cielo, los vehículos 4×4 recorren calles recién pavimentadas y los cajeros automáticos parpadean en cada esquina, proyectando una imagen de modernidad y progreso. Sin embargo, bajo esta fachada de avance material, persiste una práctica tan cruda como antigua: la depredación de muertos y accidentados. Este fenómeno, en el que personas despojan de sus pertenencias a víctimas de tragedias —ya sea en accidentes de tránsito, desastres naturales o crímenes— revela una cara de subdesarrollo que no se mide en rascacielos ni en tecnología, sino en valores, empatía y cohesión social.

La escena es tan común como perturbadora: un choque en una carretera, un cuerpo tendido en el asfalto, y en lugar de auxilio, manos rápidas revisan bolsillos, arrancan relojes o se llevan mochilas. En algunos casos, la excusa es la necesidad; en otros, la oportunidad de lucro fácil. Pero más allá de las motivaciones individuales, esta conducta señala una falla colectiva: la ausencia de una ética compartida que priorice la dignidad humana sobre el beneficio inmediato. Mientras las ciudades presumen de sus centros comerciales y sus avenidas iluminadas, estas acciones desnudan un atraso que no se soluciona con cemento ni acero.

Contrasta brutalmente con los símbolos de modernidad. Los 4×4, que representan estatus y poder adquisitivo, circulan indiferentes junto a quienes saquean a las víctimas. Los cajeros automáticos, emblemas de una economía conectada, dispensan billetes a pocos metros de donde alguien hurga entre los restos de un fallecido. Las torres, con sus oficinas y apartamentos de lujo, se yerguen como testigos mudos de una sociedad que ha invertido más en apariencia que en esencia. ¿De qué sirve el progreso material si la compasión y el respeto por los caídos no han avanzado al mismo ritmo?

Esta depredación no es solo un acto de individuos aislados; es un síntoma de sistemas educativos débiles, desigualdades profundas y una cultura que, en muchos casos, glorifica la sobrevivencia a cualquier costo. En países donde el acceso a oportunidades es desigual, la línea entre la desesperación y la inmoralidad se vuelve difusa. Pero culpar solo a la pobreza sería simplista: también hay una erosión de valores que trasciende clases sociales, una desconexión que permite ver a la víctima como un medio y no como un fin.

El subdesarrollo, entonces, no está solo en la falta de infraestructura o en las estadísticas económicas. Está en estas grietas humanas, en la incapacidad de mirar al otro como igual, incluso en la muerte. Mientras sigamos midiendo el avance por las torres que construimos y no por la solidaridad que cultivamos, la depredación de muertos y accidentados seguirá siendo un recordatorio incómodo: la modernidad no es solo lo que se ve, sino lo que se siente en el alma de una sociedad

CAJITA CONVERTIDORA

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