El uso del odio como estrategia política en la República Dominicana: Un eco peligroso del pasado

En la historia de la humanidad, el odio ha sido una herramienta poderosa en manos de quienes buscan el poder a cualquier costo. Joseph Goebbels, el maestro de la propaganda nazi, entendió esto a la perfección: sembrar miedo, señalar a un «enemigo» común y avivar las llamas del resentimiento para unir a las masas bajo una causa. En la República Dominicana de hoy, un país donde la presencia de inmigrantes haitianos es una realidad cotidiana y una necesidad económica para sectores como la construcción y la agricultura, ciertos grupos parecen estar siguiendo un guion similar. En lugar de abogar por una regulación sensata de la mano de obra migrante, como ocurre en cualquier nación civilizada, estos sectores prefieren arremeter contra los empleados haitianos, los más vulnerables, mientras dejan intactos a los empleadores que se benefician de su trabajo. Este mensaje de odio, dirigido a dos poblaciones que conviven entrelazadas, no solo es peligroso, sino que resulta alarmantemente efectivo como estrategia política.

El caldo de cultivo: una mezcla de historia y conveniencia

La relación entre República Dominicana y Haití, países que comparten la isla de La Española, ha estado marcada por tensiones históricas, desde la ocupación haitiana de 1822-1844 hasta la masacre de 1937 ordenada por Trujillo. Sin embargo, también es una relación de interdependencia: la economía dominicana depende en gran medida de la mano de obra haitiana, que sostiene industrias clave con salarios bajos y condiciones precarias. Según estimaciones, más de medio millón de haitianos viven en el país, muchos de ellos indocumentados, ocupando empleos que los dominicanos a menudo rechazan. Este flujo migratorio, lejos de ser una «invasión», responde a una demanda estructural del mercado laboral dominicano.

Sin embargo, en lugar de abordar esta realidad con políticas migratorias coherentes —como regularizar a los trabajadores, garantizar derechos laborales y sancionar a empleadores que explotan la ilegalidad—, algunos grupos políticos y sociales han optado por un camino más oscuro. Culpan a los inmigrantes haitianos de los problemas del país, desde la carga en los servicios públicos hasta la inseguridad, mientras ignoran a quienes los contratan sin contratos ni garantías. Este discurso no solo es injusto, sino que deliberadamente evade la responsabilidad de las élites económicas y políticas que perpetúan el statu quo.

El odio como arma electoral

El paralelismo con las tácticas de Goebbels es inquietante. En la Alemania nazi, se señaló a los judíos como chivos expiatorios de las crisis económicas y sociales, un «otro» al que culpar para galvanizar el apoyo popular. En la República Dominicana actual, ciertos sectores han encontrado en los haitianos un blanco fácil. Con mensajes simplistas como «nos invaden» o «nos quitan lo nuestro», estos grupos alimentan el miedo y la xenofobia, especialmente en tiempos electorales. No importa que los datos desmientan el mito de la «invasión»: estudios como la Encuesta Nacional de Inmigrantes (ENI-2012) muestran que los haitianos no solo son una minoría en términos poblacionales, sino que su aporte al PIB (alrededor del 7.4% en 2017) es significativo. Pero la verdad importa poco cuando el objetivo es emocionar, no informar.

Este mensaje resuena porque explota heridas históricas y prejuicios arraigados. En un país donde el racismo y el antihaitianismo han sido cultivados durante décadas —desde la propaganda trujillista hasta la sentencia 168-13 que desnacionalizó a miles de dominicanos de ascendencia haitiana—, el odio encuentra terreno fértil. Sin embargo, su eficacia no lo hace menos peligroso. Cuando dos pueblos viven mezclados, compartiendo barrios, mercados y familias, azuzar el odio es como encender una chispa en un polvorín.

Los cobardes que huyen y los valientes que faltan

Lo más irónico de esta estrategia es la hipocresía de sus promotores. Estos «hijos de Hitler», como bien podrían llamarse, no dudarían en tomar el primer vuelo a Nueva York o Miami si su retórica incendiaria desencadenara un conflicto real. Buscan muertos, desestabilizar el país y sembrar el caos, pero no para enfrentarlo, sino para capitalizarlo políticamente. Mientras tanto, los dominicanos y haitianos de a pie —los que trabajan juntos, conviven y construyen el día a día— serían quienes pagarían el precio de una guerra fratricida.

Aquí es donde se necesita urgentemente liderazgo con valentía. Hacen falta políticos con «pantalones», capaces de rechazar el lenguaje del odio y promover un discurso de paz y soluciones prácticas. Regular la mano de obra haitiana no es una utopía: países como Canadá o Alemania gestionan flujos migratorios con sistemas que benefician tanto a los trabajadores como a las economías locales. En la República Dominicana, esto implicaría establecer permisos de trabajo, combatir la explotación laboral y, sobre todo, reconocer que los haitianos no son el enemigo, sino una parte integral del tejido social y económico del país.

Un futuro en juego

El odio puede ganar votos, pero destruye naciones. La historia lo demuestra: el nacional socialismo dejó a Alemania en ruinas, y sus ecos en otros contextos han traído miseria y división. En la República Dominicana, optar por este camino sería traicionar los valores de una sociedad que, a pesar de sus imperfecciones, ha sabido convivir con su diversidad. Los políticos que juegan con fuego deben entender que no solo arriesgan la estabilidad del país, sino también su propio legado. Es hora de apagar las antorchas del resentimiento y encender la luz de la razón. Porque si algo nos enseña el pasado, es que el odio nunca construye: solo quema.

CAJITA CONVERTIDORA

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