El ruido se ha convertido en el pan nuestro de cada día. Una sociedad que venera escuchar la música a alto volumen con fiestas al aire libre en colmadones, y vive con bares y discotecas en zonas residenciales.
Para Juan Carlos Pujols encender su vehículo y hacer retumbar sus bocinas «kitipós» es más que un pasatiempo: es parte de su identidad. Sin embargo, su afición lo mantiene en constante alerta ante los operativos antirruidos en el sector La Isabelita.
«La música alta es un disfrute para mí, pero las autoridades no siempre entienden que esto es parte de nuestra cultura. Además, lo hago en un horario prudente», justifica.
El ruido es un problema cotidiano en la República Dominicana, especialmente en los barrios populares, donde las bocinas a todo volumen, las conversaciones estridentes y la algarabía vecinal forman parte del paisaje sonoro. Para algunos, es una expresión cultural y un escape de la rutina. Para otros, una fuente constante de estrés e incomodidad.
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En estos sectores, la privacidad es un lujo. La convivencia ocurre en calles, patios y aceras, donde el ruido se convierte en un símbolo de reafirmación colectiva. Pero lo que para unos es diversión, para otros es una invasión de su tranquilidad.
Albert Music, miembro de la Asociación de Musicólogos de Santo Domingo Oeste, ha invertido más de un millón de pesos en equipos de sonido para su vehículo y defiende su derecho a disfrutar.
El ruido en la sociedad: entre el placer de algunos y la molestia de muchos
«El derecho al entretenimiento no es solo para quienes pueden pagar villas en Casa de Campo. Para el que no tiene recursos para esos lujos, este es su espacio de diversión», argumenta.
El sociólogo Juan Pérez concuerda en que el ruido extremo no es solo una forma de ocio, sino también un mecanismo de escape. «Los encuentros en esquinas, los teteos y la música estridente son respuestas a la presión social y económica. Son una manera de afirmar la existencia en un entorno difícil», explica.
Pero esta válvula de escape tiene consecuencias. «El derecho al silencio y la tranquilidad es fundamental para el estudiante que necesita concentración, la madre que intenta dormir a su bebé, el obrero que requiere descansar… Todos merecen paz, pero esta se ve interrumpida constantemente», advierte. Para el investigador Juan Leonor, el ruido tiene un componente de clase. No se percibe igual en Villas Agrícolas que en Los Cacicazgos. «Para las clases altas, es sinónimo de falta de urbanidad. Para los sectores más humildes, es una forma de sobrellevar las precariedades», señala.
Para Rossemary Bonifacio, presidenta de la Junta de Vecinos del sector Renacimiento y coordinadora del grupo Vecinos contra el Ruido, el problema es creciente y afecta a todos. Su organización presentó recientemente 74 nuevas denuncias en el Distrito Nacional, con escaso seguimiento. En 2022, se entregaron 58 que no obtuvieron respuesta.
«Es fundamental que las autoridades refuercen el cumplimiento de las leyes y tomen acciones más enérgicas para proteger la salud y el bienestar de los ciudadanos. La aplicación de la Ley 90-19, la 287-04 y la 64-00 es clave para lograr un entorno más tranquilo», enfatiza.
Los musicólogos piden espacios
A pesar de las regulaciones, los llamados musicólogos aseguran que no son ellos el verdadero problema. Jonathan José, dueño de un vehículo con más de 30 bocinas, insiste en que la culpa no es de quienes disfrutan la música con responsabilidad, sino de aquellos que abusan del volumen en zonas residenciales.
«Estamos de acuerdo con sancionar a quienes generan molestias, pero necesitamos espacios donde podamos disfrutar sin afectar a los demás», argumenta.
En Hato Nuevo, donde más de 98 negocios viven de esta industria, los musicólogos han solicitado un diálogo con las autoridades para establecer zonas de tolerancia.
«No somos delincuentes, solo queremos disfrutar sin abusos de las autoridades», defiende Albert Music, quien emplea a varias personas en la instalación de sistemas de sonido.
«La cultura del sonido mueve dinero y genera empleos. Hay instaladores, comerciantes de equipos, técnicos… En Herrera, esta industria sostiene a cientos de familias. Queremos organizarnos sin perjudicar a nadie», añade.
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