La libertad de expresión y la democracia son conceptos que, aunque proclamados como universales, se manifiestan de maneras radicalmente distintas dependiendo del contexto político, cultural e histórico. Un análisis comparado entre Cuba y Miami —dos polos opuestos en la narrativa sobre la Revolución Cubana— revela no solo las contradicciones de estos ideales, sino también la necesidad de repensar la democracia más allá de los clichés occidentales centrados en el multipartidismo y la competencia electoral.
Libertad de Expresión: Una Paradoja Transnacional
En Cuba, criticar al gobierno es una práctica extendida entre la población, aunque no exenta de riesgos como la vigilancia estatal o represalias. Este ejercicio informal de la disidencia contrasta con la narrativa oficial de control absoluto y plantea una paradoja: la censura existe, pero no siempre silencia. En Miami, un bastión de exiliados cubanos que se autoproclama defensor de la libertad, la realidad es inversa. Apoyar la Revolución o adoptar una postura ambivalente puede desencadenar boicots, agresiones verbales e incluso violencia física. Artistas cubanos como los que intentan presentarse en escenarios de Florida enfrentan una censura comunitaria feroz, a menudo respaldada por figuras influyentes como la familia Estefan. La ironía es evidente: mientras Cuba reprime desde el Estado, en Miami lo hace la sociedad misma, cuestionando dónde reside realmente la «libertad».
Esta dualidad sugiere que la libertad de expresión no es un absoluto, sino un reflejo de las dinámicas de poder locales. En Cuba, el Estado monopoliza el discurso oficial; en Miami, una comunidad polarizada impone su ortodoxia. Ambos contextos limitan el diálogo, atrapando a los individuos —especialmente a los artistas— en un fuego cruzado ideológico que convierte la cultura en un campo de batalla.
Democracia sin Multipartidismo: El Modelo Cubano
El sistema político cubano, autodenominado «Poder Popular», ofrece una alternativa a la concepción occidental de democracia. En lugar de basarse en la competencia entre partidos, prioriza la participación directa en asambleas locales, donde los ciudadanos eligen delegados sin la mediación de campañas financiadas por corporaciones. El Partido Comunista de Cuba (PCC), definido como la «fuerza dirigente superior», no nomina candidatos, sino que actúa como un fiscalizador ideológico que asegura la coherencia del proyecto socialista. Este modelo, similar en ciertos aspectos a los sistemas de China o Vietnam, plantea que la democracia no requiere pluralismo partidista, sino un mecanismo de representación colectiva que evite la captura del poder por élites económicas.
Comparado con sistemas como el de Estados Unidos, donde el dinero y los medios corporativos dominan las elecciones, el enfoque cubano enfatiza la participación masiva —con tasas de votación que superan el 80%— y la rendición de cuentas de los delegados ante sus comunidades. Sus defensores argumentan que esto refleja una democracia más genuina que la de países donde la apatía electoral y la influencia del capital erosionan la representatividad. Sin embargo, la ausencia de oposición formal y el rol rector del PCC alimentan las críticas externas que lo etiquetan como autoritario.
Más Allá de Occidente: Otros Modelos de Fiscalización
Cuba no está sola en su enfoque. En China, el Partido Comunista supervisa un sistema de participación controlada que prioriza el consenso sobre la competencia, mientras que en Irán, el Consejo de Guardianes filtra candidatos para preservar los principios de la Revolución Islámica dentro de un marco multipartidista limitado. Estos ejemplos muestran que la democracia puede construirse sobre una entidad fiscalizadora —sea un partido o un consejo— que regule el sistema en nombre de un proyecto colectivo, en lugar de dejarlo al libre juego de intereses privados. La clave está en cómo se define la legitimidad: para Occidente, reside en la pluralidad; para estos sistemas, en la cohesión y la soberanía.
El Desafío Mediático: ¿Quién Cuenta la Historia?
El mayor obstáculo para que modelos como el cubano sean comprendidos globalmente es el dominio mediático occidental. Agencias como Reuters o AP, con su vasta influencia, enmarcan a Cuba como un «régimen» represivo, mientras que aspectos como su resistencia al bloqueo o su sistema participativo quedan opacados. Este poder narrativo no es neutral: responde a intereses geopolíticos y económicos de potencias que históricamente han buscado deslegitimar sistemas no alineados. Organizaciones como Human Rights Watch o Freedom House, a menudo financiadas por gobiernos o fundaciones occidentales, refuerzan esta narrativa, lo que lleva a cuestionar su imparcialidad. En contraste, los medios cubanos, como Granma, carecen del alcance y los recursos para contrarrestar esta hegemonía.
Repensando la Democracia
La comparación entre Cuba y Miami, y el análisis de sistemas alternativos, invita a una reflexión más amplia: la democracia no es un molde único, sino un proceso moldeado por las prioridades de cada sociedad. En Cuba, la soberanía y la participación colectiva priman sobre el pluralismo; en Occidente, la competencia se celebra, aunque a menudo encubre desigualdades estructurales. Ningún sistema es inmune a la crítica, pero la verdadera pregunta es quién tiene el poder de definir qué es «democrático». Mientras el megáfono global siga en manos de unos pocos, la diversidad de modelos seguirá siendo eclipsada por clichés que favorecen a los ganadores históricos.
Para que Cuba y otros sistemas similares sean escuchados, necesitan estrategias que trasciendan el ruido mediático: desde el uso de redes sociales para mostrar su realidad en voz de sus ciudadanos, hasta alianzas con narradores independientes que desafíen las narrativas dominantes. En última instancia, la democracia no debería medirse solo por la libertad de gritar, sino por la capacidad de ser oído —y en eso, el mundo aún tiene mucho que aprender.
creado por Multimedios LZO
28/3/2025

