Por: José Francisco Peña Guaba
Durante estos días de asueto obligado, en medio del confinamiento, estuve hurgando en las alocuciones del Dr. José Francisco Peña Gómez, plasmadas en una amplísima colección que recoge casi todos sus discursos. Encontré uno del líder, en ocasión del primer aniversario de la lamentable desaparición física del Presidente Antonio Guzmán Fernández, hecho lamentable que ocurrió el 4 de julio de 1982. Exactamente un año después, el mismo día pero del año 1983, en un acto encabezado por el Dr. Peña Gómez, se ponía el nombre de Don Antonio a una de las principales avenidas de su amado Santiago de los Caballeros.
En vísperas de las elecciones del próximo 5 de julio de este año, el sábado 4 se cumplen 39 años de tan infausto hecho, que retengo muy vivo en mi memoria porque, a modo de precaución, amigos de mi padre buscaron mi familia y nos escondieron en medio de la confusión del momento, hasta saber con exactitud qué había ocurrido. La Nación, consternada, no salía del asombro ante esa decisión fatídica de quien, sin ninguna duda, se comportó como un demócrata a carta cabal y uno de los presidentes más honrados que ha tenido la República Dominicana en toda su historia.
Llegan a mi mente las varias ocasiones en las que, durante mi infancia y adolescencia, vi a este gran hombre que con reverencial respeto saludábamos. Pero él reciprocaba con mucha efusividad, con el proverbial y afectuoso don de gentes que siempre le acompañó.
La vez que conversé durante más tiempo con Don Antonio tenía yo 16 años de edad, en 1980, cuando tuvo la delicadeza de recibirme en el Palacio Nacional junto a mis queridos amigos Omar José y Martín Torrijos, los vástagos del extinto y bien recordado General Omar Torrijos Herrera, líder y jefe de gobierno de Panamá, país donde residí durante un tiempo y estudié en un instituto militar durante varios años. Con el correr del tiempo, Martín llegó a la presidencia de Panamá, en gran parte gracias a la herencia y a la inmensa obra de su padre, quien entró a la historia con el acuerdo Torrijos-Cárter, que recuperó el Canal de Panamá para su pueblo.
Conversamos largo rato, distendidamente, no ya con el Presidente de la República sino con quien pareciera nuestro abuelo, así lo sentimos todos por el afecto sincero que nos dispensó.
Don Antonio fue candidato Presidencial del “Acuerdo de Santiago” para las elecciones de 1974, si bien debió retirarse de la candidatura por decisión del partido, ante las realmente mínimas condiciones democráticas imperantes, debido a la brutal represión del Gobierno del Presidente Balaguer. Recuerdo que en esa ocasión el compañero de fórmula como candidato
Vicepresidencial lo fue el General en exilio y líder del PQD en ese entonces, Elías Wessin y Wessin. Ante el retiro de la oposición el Dr. Balaguer, como era de esperarse, encontró sustituto a la medida en el Partido Demócrata Popular (PDP), que aún existe, y en su líder de entonces, el Contralmirante Luis Homero Lajara Burgos, con quien “compitió” y a quien derrotó, legitimándose en el poder por 4 años más.
Para construir la forma de ganarle y obligar a entregar el poder al Dr. Balaguer, Don Antonio se sumó entusiasta a la estrategia del Secretario General del PRD, joven y fogoso líder del partido de la esperanza nacional, el Dr. Peña Gómez, quien sabía que era esa era la manera correcta de hacer las cosas: dada la división con el profesor Bosch en 1973, había que rehacer las relaciones internacionales del PRD, sobre todo con los “liberales de Washington”, como llamaba Peña Gómez al sector progresista de la gran nación del Norte.
Tras años de constantes viajes y contactos políticos a Estados Unidos y a Europa, se entendía a Don Antonio como el que sería candidato Presidencial del “Buey que más jala”, como se le decía en ese entonces al glorioso PRD. Ese trabajo paciente dio sus frutos con la integración formal del PRD a la otrora poderosa Internacional Socialista, la unión de partidos más poderosa de todo el mundo en esos momentos, lo que permitió comprometer su apoyo institucional y el de líderes de la talla de Willy Brand, Canciller de Alemania; Olof Palme, Primer Ministro de Suecia, de Mario Soares, Primer Ministro de Portugal y, sobre todo, el apoyo del dos veces Presidente de Venezuela, Don Carlos Andrés Pérez, persona con quien la democracia dominicana tiene una deuda enorme porque solamente ante la oportuna y decidida intervención de éste frente al entonces Presidente Norteamericano Jimmy Cárter, sólo así se evitó que los militares, ante la derrota electoral del reformismo en el 1978, se hicieran ellos mismos con el poder.
Claro, otros muchos líderes internacionales se pusieron al lado del respeto a la voluntad popular, aunque en ese momento no eran mandatarios todavía de sus países. No obstante, sus relaciones y voz le sirvieron a la causa del pueblo dominicano, entre ellos: Shimon Pérez, de Israel; François Miterrand, de Francia; Bettino Craxi, de Italia y Felipe González de España, entre muchísimos otros que poco tiempo después gobernaron sus naciones.
Si hubo una campaña que le llego al alma de los dominicanos fue la de 1978, que con el slogan “por el cambió sin violencia vota blanco” despertó la vena libertaria de los ciudadanos, que llenaron las urnas de votos en favor del partido del “jacho prendió.”
La tríada de Don Antonio, Jacobo Majluta y el líder José Francisco Peña Gómez fueron los que pusieron en ejecución el plan para conquistar el poder. Hubieron de librarse no una sino 4 batallas: la primera, la de la movilización de masas desafiando los peligros de la campaña electoral; la segunda, contra la tentativa de golpe militar; la tercera, para conservar los votos emitidos a favor del PRD y la cuarta y última, la batalla legal contra los intentos de desconocer la voluntad popular, que mediante “El Gacetazo” por lo menos mutiló el veredicto de las urnas.
Don Antonio fue un gran demócrata, cumplió su compromiso hecho con el pueblo dominicano y la comunidad internacional de limpiar las cárceles de presos políticos y permitir el retorno de los exiliados. No duden que al “Presidente agricultor”, como se le conocía, se le debe la despolitización de las Fuerzas armadas.
Como todos, Don Antonio cometió errores. Llevo su confrontación junto a Jacobo contra el Senador del Distrito Nacional, en aquel entonces Salvador Jorge Blanco, de quien siendo muy joven fui un muy cercano colaborador, a quien incluso presenté en varios de los mítines de la precampaña de 1981. Al influjo de una campaña moderna, con el slogan de campaña “manos limpias.” Ganó la convención nacional perredeista, una especie de primarias de las bases del partido, contra el derrotado Lic. Jacobo Majluta a quien también Don Antonio Guzmán había apoyado. Conste que en las elecciones de 1982 se volvieron a ganar los comicios y el Dr. Jorge Blanco sería el nuevo inquilino del palacio desde agosto de ese año.
Dejando atrás desavenencias del pasado mi padre y Don Antonio volvieron a ser los amigos de siempre y, al decir del Líder del PRD, se reunían con frecuencia incluso semanas antes del traspaso de mando, para comentar las inconsecuencias de funcionarios y amigos que sólo buscan los beneficios que pueden obtenerse del Presidente de turno y que, como expresó papa: “Son amigos de la ocasión, que como las aves huyen del frío del invierno, tendiendo el vuelo para buscar el calor de otras regiones.”
Al decir de mi padre, las razones para tan supremo renunciamiento del buen Presidente Guzmán radican en la soledad por la que tuvo que atravesar durante la transición, así como los cuestionamientos inmerecidos a una vida de conducta límpida, como el agua de los manantiales. Don Antonio fue hombre de una honradez fuera de toda duda. Esos fueron los factores que precipitaron su muerte. Lo penoso es que fueron miembros de su propio partido quienes se convirtieron en apologistas de la persecución, siendo estos los culpables de tan desgraciado suceso.
Son las divisiones internas de los partidos las peores y más inconsecuentes causas que destruyen a sus dirigentes y líderes. Los que hoy predican la división en sus organizaciones deben de verse en ese espejo, para no repetir esos mismos errores.
El líder del PRD, mi padre, en ese primer aniversario de hace ya 38 años del que hablaba al principio de estas notas, reconoció los grandes aportes de Don Antonio y haciendo honor a quien se lo merecía, con su voz estentórea y señera, dijo: “A los muertos gloriosos los lloran las multitudes que despiden su duelo y, después cuando su presencia inmaterial ha penetrado en todos los espíritus, cada mención del nombre de uno de los ilustres desaparecidos provoca una ovación de los pueblos. Hoy nadie llora a Bolívar, ni a Martí, ni a Duarte, ni a Luperón, ni a Máximo Gómez porque ellos, como Antonio Guzmán, murieron un día para vivir para siempre en la memoria de las generaciones.”