Más allá del final de ‘Juego de Tronos’: trasfondo político en tiempos de emociones globales

bernabeCuando Home Box Office empezó a emitir a mediados de los setenta en Manhattan, el criterio de la cadena, seguido después por otras muchas, fue la exclusividad. Aprovechando los adelantos técnicos que ofrecía el cable y la transmisión vía satélite, el canal pudo codificar su señal y ofrecer un contenido exclusivo de pago por visión. ¿Por qué alguien gastaría su dinero por ver algo que, en una multitud de ofertas, podía hacer gratis? Porque se puede programar deporte o retransmitir el combate en Manila de Alí contra Frazier.

El criterio, además de la exclusividad, fue poder saltarse las restricciones de rangos por edad de la regulación audiovisual norteamericana. La inclusión de un chip de censura paterna por una ley promulgada por la administración Clinton –para más señas ver el documental de Adam Curtis, The Trap, y su idea de política a la carta para la clase media– permitió que el sexo casi explícito y la violencia se asomaran a los televisores de los espectadores más arriesgados. Lo que en otro contexto hubiera significado vulgaridad y casquería, para HBO fue una de las claves para que las series de televisión alcanzaran la mayoría de edad: la realidad carbura, en último término, con lujuria y fuerza.

 

El canal ha producido desde finales de los noventa, probablemente, contenidos que han marcado una nueva manera de narrar la ficción televisiva, desde Los Soprano a The Wire, desde Roma a Hermanos de Sangre. Incluso cuando el éxito no ha acompañado al producto, como en el caso de Carnivale o Treme, no faltan esas legiones minoritarias que acaban añadiendo el apellido «de culto» a la producción. Sin embargo, mientras que HBO seguía rodando, un salto técnico cambiaría para siempre la forma de ver y pensar la televisión.

Desde que el aumento de ancho de banda permitió a la red emitir vídeo de alta definición sin carga previa, lo que antes era exclusividad pasó a ser globalidad. Bien en la propia plataforma de la cadena, bien mediante visionado pirata, millones de personas de todo el mundo han tomado las series de televisión como la nueva forma de socialización masiva. No se trata de ver para divertirse, se trata de ver para no quedar fuera del fenómeno. Lo que antes eran estrenos estadounidenses que llegaban con meses e incluso años de retraso a otras latitudes, es hoy una pantalla mundial –si entendemos el mundo restrictiva y egoístamente como el «occidente cultural»– que hace emocionarse, sufrir y conjeturar a una audiencia tan inmensa como unificada. A pesar de que vivimos pretendidamente en el tiempo de la diversidad nunca tanta gente, tan diferente, acabó viendo lo mismo, a la vez, delante de una pantalla.

A partir de aquí, sin embargo, este artículo se centra en algo muy concreto: Juego de tronos, la serie basada en la saga de libros Canción de hielo y fuego de George R.R. Martin. Una historia situada en un medievo fantástico, que en los ochenta y noventa hubiera dado, como mucho, para una serie juvenil como Xena, la princesa guerrera. Si citamos excepciones como Los señores del acero o incluso Excalibur, un mundo narrativo protagonizado por caballeros y dragones se consideraba materia post-escolar. Hasta que a alguien le diera por incluir, entre medias de la épica, prostíbulos, relaciones incestuosas y ejecuciones explícitas. Pero no sólo. ¿Qué pasaría si intentáramos tomarnos en serio las relaciones políticas de un universo lleno de casas señoriales, banderizos traidores y agencias de inteligencia dirigidas por eunucos extranjeros? ¿Qué pasaría si, además de la magia negra y los peligros mitológicos, enunciáramos a continuación palabras como ley, Estado o financiación? Que tendríamos, justo, Juego de Tronos.

A partir de aquí citaremos algunos acontecimientos argumentales que, si son espectadores de la serie y no la han acabado, les podrían revelar detalles esenciales de la trama. Dejen de leer o háganlo bajo su responsabilidad. Si por contra esta historia no les interesa lo más mínimo les invito a que se interesen por este artículo. Como reivindica Tyrion Lannister, uno de los hombres más inteligentes de Poniente, los relatos y las narraciones tienen un poder nunca bien mesurado, consiguiendo convencer al pueblo de la idoneidad de las decisiones de los notables. ¿Metaficción o un, oculto ante los ojos de todos, mea culpa de sus guionistas? Al final intentaremos salir de dudas.

Si en la segunda temporada de The Wire, la que transcurría entre estibadores en Baltimore, vimos quizá por primera vez en una serie de televisión norteamericana los efectos de la globalización en la clase trabajadora, pocas veces se ha podido contemplar en la pequeña pantalla una descripción del poder más certera, y materialista, que la que GoT (abreviatura en inglés del invento) ofreció en una de las reuniones de consejeros de la corona.

Tyrion Lannister, el personaje más interesante de esta ficción, se horroriza progresivamente con el reinado de su sobrino, un joven monarca, ilegítimo por incesto, de un carácter inestable y psicopático. Su sagacidad, e incluso arrogancia, –las capacidades que compensan su baja altura– le llevan a retar retóricamente al muchacho en uno de los «consejos de ministros». El adolescente con corona, desesperado, le grita que debe plegarse ante sus designios porque él es el rey. De improviso el jefe de la casa señorial, padre de Tyrion y abuelo del muchacho, le hace callar sentenciando que un hombre que tiene que recordar que es el rey, no lo es realmente.

El poder se nos presenta así como una ficción de características muy reales, un consenso que se mantiene no por ningún designio divino o de sangre, sino porque hay una estructura a la que le interesa que quien encarna la metáfora sea alguien determinado, a menudo manejable e identificado con unos intereses. Si el actor que ostenta la representación del poder necesita recordar su posición, eso significa que deja a la vista, de forma demasiado explícita, el mecanismo, poniendo en peligro no sólo su integridad, sino, sobretodo, la integridad de las clases sociales privilegiadas a las que cubre.

Se diría que el escritor, al trazar este pasaje, tenía meridianamente claro el concepto de cultura como el sustrato donde el poder echa raíces, es decir, cómo, para que un sistema funcione óptimamente, necesita hacerlo con las mínimas fricciones entre gobernantes y gobernados, o cómo un policía es más útil cuando sólo con su placa –con un símbolo cultural– es capaz de que otros individuos acaten sus órdenes sin necesidad de desenfundar su pistola. Si el poder, en última estancia, nace de la boca del fusil –tal y como sintetizó Mao– su aplicación es más efectiva cuanto menos tenga que utilizarse ese instrumento de coacción definitiva.

Y esto es lo que sucede en Juego de Tronos constantemente. En una época de incertidumbre, provocada por la muerte a lo JFK del rey que puso fin a la tiranía, las diferentes casas señoriales empiezan a jugar la partida de la conquista del poder. Mientras unas siguen unas reglas determinadas, creen que la legalidad es un hecho natural y no un sumatorio escrito de equilibrios de intereses y presiones –los Stark–, otras saben que las leyes sólo tienen validez mientras que son útiles para mantener la legitimidad de un statu quo –los Lannister–. Este antagonismo dentro del universo de GoT se decanta, en casi toda la serie, a favor del materialismo sobre el idealismo, es decir, a favor de los que entienden que las ideas no tienen validez en sí mismas si no están respaldadas por la materialidad. De ahí que tuviera lugar La boda roja, de ahí que la casa con el emblema del león siempre pague sus deudas. O dicho de otra forma, aunque Allende era marxista al final a Kissinger tampoco le faltaba tanto para serlo, aun especularmente.

Otro momento de gran interés político sucede cuando una secta religiosa amenaza la estructura que sustenta los siete reinos, llegando incluso a atentar físicamente contra la integridad de los nobles. Su líder, el Gorrión Supremo, es una especie de milenarista asceta que toma relevancia denunciando la hipocresía y corrupción de los líderes religiosos oficiales. Su ascenso, en principio tolerado por la casa real para librarse de la influencia de una familia rival, se escapa de control al contravenir dos principios básicos del Estado moderno. El primero es que disputa la violencia legítima a la corona con sus legiones de seguidores iluminados. El segundo es que no entiende que la religión pervive si traza alianzas con los intereses de las clases dirigentes.

La autonomía ideológica de la religión nunca puede elevarse hasta tal punto que sea mayor que la de las leyes civiles. O cómo, por ejemplo en dictaduras de pretensión nacional-católica, como la de Franco, la religión era martillo de herejes, siempre y cuando estos fueran de las clases populares. En las altas esferas el señorito pasaba de la misa al burdel sin solución de continuidad. Si hubiera habido un Gorrión Supremo en la España de los años 40, que hubiera ajusticiado por sus pecados a los traviesos hijos de la burguesía, su destino final hubiera sido el pelotón de fusilamiento. En GoT el fuego valirio se encarga de acabar con el Wild Wild Country en Desembarco del Rey.

Además de la espada, del golpe de Estado, de la violencia legítima, también la serie se ha ocupado de algo que suele pasar desapercibido en cualquier ficción con elementos bélicos: el hecho de que las guerras cuestan dinero. Cersei Lannister, la despiadada reina que ha conseguido ganar la mayoría de batallas e intrigas para su casa, se ve amenazada por una nueva confrontación de la que no puede salir victoriosa. Pide ayuda al Banco de Hierro, una institución crediticia extranjera. En la reunión con el enviado del organismo financiero se nos ofrece uno de los pocos pasajes en que la temible mujer, el poder político sin concesiones, habla de tú a tú con otro personaje.

El representante del banco le recuerda que su lealtad con la casa Lannister, histórica, es tan sólo una cuestión de interés: «Nosotros no apostamos, invertimos en empresas que juzgamos alcanzarán el éxito», a lo que la reina responde que su adversaria es más una revolucionaria que una monarca, recordando al financiero que, a pesar de la elevada deuda que ya tiene contraída, ella es el orden, mientras que quien la amenaza ha quebrado el mercado esclavista. Al final obtiene el crédito. El dinero es otra de esas ficciones cuya última utilidad es mantener un determinado orden de clase, por encima incluso de la rentabilidad.

Esa adversaria es, probablemente, la protagonista indiscutible de la serie, Daenerys Targaryen. La hija de un rey depuesto por la violencia a causa de su gobierno tiránico, que desde el exilio pasa de ser una adolescente, vendida como hembra de monta al líder de unos bárbaros, a ostentar la mayor colección de títulos y reconocimientos que cualquier noble de la ficción posee. Criada en el exilio va ascendiendo posiciones gracias a contar con buenos consejeros y aliados, pero sobre todo con una serie de cualidades semi-mágicas que la permiten eclosionar, previa unción del fuego, a tres dragones, animales que son la bomba nuclear en tiempos de lanzas y flechas.

Sin embargo, el contenido realmente interesante de este personaje femenino, joven y autónomo –GoT ha tenido siempre una atención muy concreta con el feminismo– viene de su faceta de rompedora de cadenas. Su pecado, su virtud, no es ir tomando ciudad tras ciudad en el continente oriental de este universo, sino pretender romper lo que ella denomina «la rueda», es decir, el sistema de clases basado fundamentalmente en el esclavismo. Su legitimidad, delante de sus tropas, no nace de un sistema coactivo basado en una legalidad al servicio de los nobles, sino en su carácter libertador, efectivamente revolucionario, que le lleva a subvertir el orden establecido.

Hagamos una parada antes del final. No se puede afirmar que GoT haya sido una serie progresista explícitamente. Sí que la mayoría de sus temporadas, al explicar de forma descarnada cómo funciona el poder y sus relaciones, han ofrecido a los espectadores de medio mundo una metáfora precisa de cuáles son los mecanismos que rigen nuestras sociedades. Probablemente muchos espectadores sólo se han quedado con la trama de superficie, pero otros muchos han saboreado, aun de una forma instintiva, qué supone ser conscientes de la naturaleza de «la rueda». Y algunos, incluyendo políticos como Pablo Iglesias, vieron el potencial contrahegemónico de una ficción que llegaba a millones de personas.

La joven vestida de blanco, a veces cándida de piedad, pasó a vestir de negro en las dos últimas temporadas, frunciendo su ceño y siguiendo una presunta genética familiar que la llevó, en el penúltimo capítulo, a desencadenar un genocidio cruel e innecesario. Es cierto que en GoT el concepto de destino es fatalista, es decir, se eleva sobre la voluntad de los individuos dejándoles unas estrechas vías para circular. Pero mientras que muchos personajes se rebelan contra el mismo, la reina de dragones parece caer presa de una maldición por apellido, desapareciendo de su personaje, misteriosamente, el carácter subversivo no sólo contra las normas sociales, sino también contra lo que todos temían en su estirpe.

Ahora, lo realmente revelador, es que su cruzada liberadora acaba en un baño de sangre y fuego como presunta única salida al reto de cambiar las estructuras sociales. En el último capítulo, la rompedora de cadenas, ya tirana despiadada, justifica sus atroces crímenes de masas por el nuevo mundo que va a nacer. Si a eso le añadimos un par de escenas, donde sus tropas más salvajes levantan al cielo unas armas muy parecidas a la hoz, nos encontramos con una toma que parece mezclar el cine de Eisenstein, encarnado en los salvajes Dothrakis, y el de Riefenstahl, en la formación marcial e inconmovible de los Inmaculados.

La revolucionaria que despertó las simpatías de la audiencia mundial, nos acaba de narrar la serie, ha traído el caos y la desgracia al mundo que pretendía liberar por no respetar sus reglas o, aún peor, por buscar un cambio más brusco que progresivo. Su ideología, parece revelarse en los compases finales, lleva la semilla de la destrucción a pesar de sus buenas intenciones. O dicho de otra forma, hay que recordar periódicamente a medio mundo que, pese a que el estado de las cosas es injusto y doloroso, la pretensión de alterarlo, de subvertirlo en su totalidad, sólo va a traer consecuencias peores de las que pretende enfrentar.

Las escenas finales de la serie, donde un consejo de nobles tiene que elegir nuevo rey tras los años del caos, parecen, como comentábamos al principio del artículo, un intento desesperado por dulcificar el mensaje descarnadamente reaccionario de la serie. Frente al salvajismo revolucionario orientalista –constructo que los conservadores europeos usaron a partir de 1917 en una mezcla de clasismo y rusofobia–, lo que prima es una especie de democracia censitaria de los más sabios, que por supuesto respeta su ascendencia noble uniéndola al argumento abrahámico del elegido. Bran, que renace tras su contacto con el demonio helado como la memoria de la humanidad, no es tan sólo omnisciente, sino que representa la idea del gobierno de los mejores en su vertiente más mística.

El problema, por concluir, es que Juego de tronos, en una especie de salto mortal sin red, se ha negado a sí misma en las dos últimas temporadas. No por no responder a las delirantes teorías de sus fans más acérrimos, sino por reducir su sofisticado mensaje de análisis y descripción política a una macedonia de lugares comunes más propia de una sitcom de los noventa que de la increíble aventura que ha planteado durante los últimos ocho años.

Es verdad, tal y como expresa Tyrion Lannister en los compases finales del último episodio, que las narraciones tienen un poder extraordinario. Tanto como que al final quien cuenta las historias acaba por replicar las ideas dominantes de una sociedad dada. Incluso sin conspiraciones ni órdenes, tan sólo por la inercia de lo muchas veces visto.

La pregunta que debemos hacernos es si, en esta época en la que la HBO ha pasado de ser una televisión de pago a un prescriptor de emociones global, Tony Soprano podría haber acabado convertido en un respetable ciudadano donante del Partido Demócrata y McNulty, el detective alcoholizado de The Wire, siendo un policía al estilo de los Stark, noble y confiado en que las leyes, la estructura y el sistema son un orden natural más que la ficción del poder.

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