Plinio el Viejo, autor romano que vivió en el siglo I d. de C., señala que fueron los galos los que inventaron el jabón allá por el siglo IV a. de C. En su ‘Historia natural’ cuenta que lo utilizaban para teñirse sus largos cabellos de rubio o de color rojizo y que lo fabricaban a partir del sebo de jabalí y los residuos de la combustión del haya.
Esa reacción química se conoce actualmente como saponificación y etimológicamente deriva del latín sapo, jabón, y ficar, hacer. En ella la sosa rompe los triglicéridos que forman las grasas, formando la sal sódica del ácido graso, y liberando glicerina.
Un invento mesopotámico
Sin embargo, los hallazgos arqueológicos contradicen a Plinio. Todo parece indicar que para conocer el nacimiento del primer jabón nos tenemos que remontar mucho más atrás.
Y es que una excavación realizada en la antigua Babilonia se encontraron pruebas que refrendan que allí se manufacturaba jabón hacia el 2.800 a. de C.
Los arqueólogos descubrieron unos tarros de arcilla con inscripciones en escritura cuneiforme en las que se describe la mezcla de grasas hervidas con ceniza y mezcladas con agua. Allí, además, se da cuenta de cuáles son las cantidades óptimas para conseguir el mejor jabón: “se debe mezclar una parte de aceite y cinco de potasa”.
Desde la remota Mesopotamia serían los fenicios, los incansables comerciantes del mar Mediterráneo, los encargados de traer el jabón a Europa, es muy probable que ya fuera conocido por los habitantes de Cádiz en torno al 1.000 a. de C.
Una molécula con doble personalidad
En cuanto a la ‘fórmula mágica’ de aquellos primeros jabones un lugar destacado estaba reservado para las cenizas de madera. Esto se debe a que en ellas se encuentran los álcalis -sosa y potasa cáustica- que se disuelven en agua y que reaccionan al entrar en contacto con las grasas activando la saponificación.
Si el álcali que se utiliza es hidróxido de sodio el producto final es un jabón duro o sólido, mientras que si se trata de hidróxido de potasio el jabón resultante es de consistencia blanda o líquida.
Si nos adentramos en su composición química, el jabón está formado por una parte polar -hidrófila y con afinidad por el agua- y otra apolar -hidrófoba-, una singularidad que permite que sea soluble tanto en agua como en grasa o aceite. Si representáramos la molécula de una forma muy esquemática dibujaríamos un alfiler, en donde la cabeza es la porción afín al agua y la cola representa la parte hidrófoba o semejante a la grasa.
El número de átomos de carbono de la parte apolar es clave en la estabilidad molecular, ya que si es inferior a 12 la molécula es demasiado débil para equilibrar la fuerte acción polar del grupo carboxilo, pero si sobrepasa los 20 átomos de carbono el efecto es el contrario. Por este motivo, los ácidos más adecuados son aquellos que tienen entre doce y veinte átomos de carbono.
En cuanto al efecto ‘limpiador’ del jabón está en relación con su capacidad para formar emulsiones con los materiales solubles en grasas. Cuando está suspendido en agua las moléculas flotan de forma alterna y se ensamblan formando pequeñas burbujas que se conocen como micelas, con las cabezas apuntando hacia afuera y con las colas situadas en el interior.
La parte hidrófoba se une a las manchas de grasa, ‘tirando’ de ellas y arrancándolas de la ropa, de esta forma permite que permanezca flotando en el agua y, así, facilitar que puedan ser arrastradas.