Cuando estalló la guerra en Siria y Turquía apostó por la caída del presidente Bashar Al Assad, las autoridades de Ankara no podían imaginar que seis años después iban a tener un Kurdistán sirio fuerte en sus fronteras y una milicia kurda encargada de liderar la lucha contra el yihadismo. El presidente Recep Tayyip Erdogan criticó en junio la decisión de EE.UU. de armar a las Unidades de Protección Popular (YPG), grupo más importante de las Fuerzas de Siria Democrática (FSD), y llegó a ofrecer sus tropas para liberar Raqa, pero desde Washington mantuvieron su confianza en los kurdos, pese a que las YPG son el brazo sirio del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), incluido en la lista de grupos terroristas de la UE y EE.UU. y en guerra con su aliado en la OTAN, Turquía, desde hace tres décadas.
A diferencia de Irak, los kurdos de Siria no piden la independencia y apuestan por el establecimiento de una autonomía negociada con Damasco en los tres cantones que componen Rojava (nombre del Kurdistán de Siria). Raqa no está dentro de esos límites y grupos de activistas locales como los miembros de «Raqa está siendo masacrada lentamente», denuncian en las redes sociales que “hemos pasado de la ocupación de Daesh a la de los kurdos”. La nueva administración local en la que fuera capital del califato tiene dos cabezas, el Consejo Civil de Raqa, formado por las FSD, y el Consejo Provincial de Raqa, creado por la opositora Coalición Nacional Siria, que tiene su centro de mando en el exilio turco. Terminada la fase militar, empieza otra nueva guerra por llenar el vacío de poder dejado por el califato.