Una comunidad indígena denuncia el desalojo de sus tierras en Paraguay por pistoleros brasileños

indigenasLos 300 integrantes de la comunidad de Takua’i llevan tres meses en tiendas de campaña en el centro de la capital, Asunción, tras haber sido expulsados

Eran las cuatro de la madrugada de un domingo cuando el estudiante de Derecho de 34 años Derlis López abrió los ojos sobresaltado en su cama de madera. Dormía con su esposa y su hija cuando escuchó gritos en portugués: «¡Qué nadie se mueva! ¡Somos policía nacional! ¡Somo policías federales de Brasil!». Derlis saltó afuera de la casita de madera y pisó la tierra blanca mientras pensaba que ya todos en su comunidad estarían muertos. Una decena de pistoleros vestidos de negro y con mascaras avanzaban hacia la casa de enfrente, la de sus padres sexagenarios. Tiraban a matar. Su hija lloraba y su esposa le decía en guaraní que escapara: «Corré Derlis, por favor, corré. Te van a matar». Los gritos de su familia recibiendo patadas y culatazos de escopeta se mezclaban con el portugués de los paramilitares. Su hermano Arnaldo recibió un tiro en la pierna. No podía quedarse. Dos meses antes, Isidoro Barrios, estudiante de antropología de 27 años y, como él y las otras 300 personas que componen la comunidad, indígena de la etnia ava guaraní chiripá, había sido secuestrado y ejecutado. Descalzo y desarmado, Derlis se internó en el bosque.

 

La comunidad paraguaya de Takua’i, ubicada a menos de un kilómetro de la frontera con Brasil, cerca del río Piraty, fue invadida el 28 de octubre del año pasado por una cincuentena de asaltantes que torturaron, con total impunidad, a sus habitantes. Varios vídeos grabados con teléfonos celulares recorrieron las redes sociales del país sudamericano exponiendo el comportamiento de los agresores, que también mataron a balazos gallinas y chanchos (cerdos) y quemaron las casas de los chiripá, la escuela y la iglesia. Humo negro y llanto fue lo único que quedó en el núcleo de este pueblo ancestral, descendiente de guerreros que enfrentaron a los colonizadores españoles hace casi 500 años.

«Exigimos al Estado que devuelva las tierras a las comunidades. El Gobierno tiene la responsabilidad de garantizar nuestra cultura. El Ejecutivo debe resolver nuestra situación, no queremos que se derrame más sangre indígena. No merecemos morir, ni más violencia», cuenta Derlis a EL PAÍS en la plaza de Armas de Asunción, frente al Congreso paraguayo. En ese lugar, el pueblo chiripá lleva acampado desde hace tres meses en tiendas de lona para protestar por la persecución sufrida en su propia tierra. «Nuestros antepasados», prosigue Derlis, «ya murieron ejecutados por los españoles cuando llegaron y ahora sus descendientes debemos defendernos ante los bandeirantes (sic)».

Las 1.000 hectáreas de tierra de los chiripá, documentadas por el Estado paraguayo desde 1981, son una ínfima parte de lo que en el pasado ocupó su pueblo ava guaraní, que se extendió por el actual Paraguay desde el sur de Brasil y Bolivia y hasta el norte de Argentina. Hoy, a vista de satélite, es el único espacio con naturaleza virgen que queda a lo largo de más de 600 kilómetros de esa zona de la frontera entre Brasil y Paraguay. Campos de soja de miles y miles de hectáreas y pasto para el ganado han sustituido el paisaje original.

El día del desalojo, Derlis entró en el bosque escuchando el silbido de las balas rozarle el cuello. Corrió durante unas ocho horas entre víboras, jaguares y espinas. Atravesó una de las últimas reservas naturales de la mitad oriental de Paraguay. Y así fue que logró, al mediodía, alcanzar una comunidad del pueblo ava guaraní situada a 10 kilómetros de Takua’i y pedir auxilio de las autoridades en Asunción, donde los empresarios sojeros brasileños no tienen tan fácil el soborno de fiscales, jueces y policías.

«Cuando los españoles vinieron a invadir las tierras indígenas, los chiripá eran la guardia principal del cacique Pará. Somos los descendientes de esos soldados», dice Derlis, sentado ahora con una sensación térmica de unos 45 grados por un sol eterno y una humedad de más del 80% a las siete de la tarde. Es miércoles 23 de enero de 2019 y acaban de asistir a la segunda audiencia en dos días concedida al grupo por el presidente del Instituto Nacional de Desarrollo Rural y de la Tierra (Indert), Horacio Torres, encargado de promover la reforma agraria que promete la Constitución paraguaya, uno de los países con la mayor desigual tenencia de tierras del mundo donde apenas el 2,5% de la población posee cerca del 85% de las tierras agrícolas. Una reunión convocada tras tres meses de espera, marchas por las calles y tras un día entero acampando directamente en las puertas de la institución pública ubicada en pleno centro. Los chiripá pasaron el día anterior bloqueando pacíficamente con sus propios cuerpos las puertas de salida del Indert hasta que Torres aceptó recibirlos.

Dentro de la institución, funcionarias y funcionarios gritaban que la policía cargase contra los manifestantes, en su mayoría mujeres y niños. Publicaban en Twitter diciendo que eran «rehenes» porque había pasado una hora y media de su horario de salida y no podían abandonar el edificio. En un vídeo viral una funcionaria clamaba por fuego y sangre y otro por la destitución hasta del ministro del Interior.

El miércoles, los chiripá volvieron a entrar al Indert para reunirse con los directivos de la institución. Allí, conversando en guaraní, les explicaron con todo detalle, computadora y celulares en mano, donde está exactamente su comunidad, cómo les expulsaron y cómo, desde el 1 de septiembre del año pasado, sigue sin aparecer el cuerpo de Isidoro Barrios, del que sí encontraron restos de sus ropas e incluso de masa encefálica, según confirmó un forense de la Fiscalía. Los chiripá también denunciaron a las autoridades en la reunión que están convencidos que Fabio Sequeira Fernandez y Karina Correa Riveros, terratenientes productores de soja de la zona, fueron los que promovieron los ataques contra su comunidad.

El titular del Indert prometió visitar la zona la próxima semana y mediar en el conflicto. «Él tiene todos los expedientes, es el exclusivo responsable y dijo que el lunes va a visitar la comunidad para verificar la situación», dice Derlis mientras su comunidad desarrolla un rito religioso. Suspira y mira hacia el centenario edificio de la Universidad Católica que se erige frente a sus carpas y recuerda que también ha perdido un curso entero de sus estudios de derecho indígena, precisamente, en esa misma universidad.

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